“Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio” (Hechos 3:19).

QUÉ LÁSTIMA es que los predicadores modernos no presten más atención al método que tomaron aquellos que fueron inspirados por primera vez por el Espíritu Santo, al predicar a Jesucristo. El éxito con que fueron honrados, evidencia el respaldo de Dios a su manera de predicar, es notable la autoridad divina de sus discursos, y la energía de su elocución, uno pensaría, deberían tener más peso para aquellos que son llamados a dispensar el evangelio, que todos los esquemas modernos. Si este fuera el caso, los ministros aprenderían primero a sembrar, y luego a cosechar; se esforzarían por arar la tierra dejándola labrada, y así preparar al pueblo para que Dios haga llover bendiciones sobre ellos.

Así predicó Pedro cuando estaba bajo la influencia divina, como mencioné el miércoles pasado por la noche, amonestó al auditorio de su casa, aunque muchos de ellos eran doctos, altos y grandes, en la responsabilidad y acción haber sido los asesinos del Hijo de Dios. No cabe duda de que la acusación caló hondo en su conciencia, y esa fiel amonestación comenzó a darles un sentido apropiado de sí mismos, el apóstol les hizo saber que por grande que fuera su pecado, no era imperdonable; que aunque habían participado en el horrendo crimen de asesinar al Señor de la Vida, a pesar de que con ello habían incurrido en la pena de muerte eterna, sin embargo había una misericordia para ellos, cuyo camino señala en el texto: «Así que, arrepentíos y convertíos», dice, y añade: «para que sean borrados vuestros pecados». Aunque son pocas palabras, son de peso; una frase corta, pero dulce: ¡que Dios la convierta en una bendita dulzura para cada uno de sus corazones!