No es de extrañar que los hombres mundanos teman morir. Porque la muerte les priva de todos los honores, riquezas y posesiones mundanas, en cuya fruición el hombre mundano se considera feliz, mientras pueda disfrutar de ellos como su propio placer; y de lo contrario, si es desposeído de los mismos, sin esperanza de recuperación, entonces no puede pensar en sí mismo de otra manera, sino que es infeliz, porque ha perdido su alegría y placer mundanos. Ay, piensa este hombre carnal, ¿habré de alejarme ahora para siempre de todos mis honores, de todos mis tesoros, de mi país, de mis amigos, de mis riquezas, de mis posesiones y de los placeres mundanos, que son mi alegría y el deleite de mi corazón? Ay de que llegue el día en que deba despedirme de todo esto de una vez, y no volver a disfrutar de nada de ello. Por eso, no sin gran motivo dice el sabio: «Oh, la muerte, ¿qué amargo y desagradable es el recuerdo de ti para un hombre que vive en paz y prosperidad en sus bienes, para un hombre que vive a gusto, que lleva su vida según su propia mente sin problemas, y que está en todo bien consentido y alimentado (Eclesiástico 41.1)? Hay otros hombres a los que este mundo no les sonríe tanto, sino que más bien los veja y los oprime con la pobreza, la enfermedad o cualquier otra adversidad, y sin embargo temen la muerte, en parte porque la carne aborrece naturalmente su propia y dolorosa condición, siendo amenazados constantemente por la muerte, y en parte por las enfermedades y los dolores, que son los más fuertes dolores y agonías en la carne, y suelen venir a enfermar a los hombres antes de la muerte, o al menos acompañan a la muerte, cuando ésta llega.